por Benjamin Moallic
Primer país de la región centroamericana en haber tomado medidas de protección contra la propagación de la pandemia de COVID-19, El Salvador se ha progresivamente convertido de una nación alabada por sus capacidades de reacción y de prevención a un tema de preocupación por la comunidad internacional y las ONGs de defensa de los derechos humanos. En efecto, al principio, la gestión salvadoreña se había destacado por su anticipación. Así, el 22 de enero 2020, luego de que se diera a conocer el primer caso importado en Estados Unidos, el Ministerio de Salud había acatado inmediatamente los protocolos de vigilancia epidemiológica de la OMS e implementado controles sanitarios estrictos a la entrada del aeropuerto internacional de Comalapa. Luego, aun sin casos confirmados de COVID-19, el 11 de marzo, horas después de que la OMS haya calificado la epidemia de coronavirus de pandemia, el presidente Nayib Bukele retomo personalmente la estrategia de prevención decretando el estado de emergencia nacional. Se suspendieron entonces todas las actividades escolares públicas y privadas hasta 21 días, lapso de vigencia del decreto ejecutivo, así como se prohibió la entrada al territorio salvadoreño de todo extranjero que no sea diplomático o residente, y se le aplico una cuarentena de 30 días a todas aquellas personas que ingresen al territorio salvadoreño por cualquier vía.
Desde entonces, las restricciones a la movilidad han ido crescendo. 3 días después, el 14 de marzo, la Asamblea legislativa aprobó una Ley de restricción temporal de derechos constitucionales suspendiendo por 15 días renovables la libertad de tránsito y el derecho de reunión. Una semana después, el 21 de marzo, ya confirmados los primeros casos en el territorio, el presidente Bukele decreto una cuarentena nacional obligatoria por un periodo de 30 días que se acompañaría de la entrega de un subsidio de 300 dólares a destinación de 1,5 millones de hogares considerados vulnerables o afectados por el paro laboral obligatorio (aproximadamente el 75 por ciento de la población salvadoreña).
Sin dudas estas medidas han desacelerado la introducción y expansión del coronavirus en El Salvador, dejando al gobierno el tiempo de prepararse. Sin embargo, no permitió detenerlo por completo. El número de contagiados empezó a crecer rápidamente a partir de finales del mes de abril para alcanzar la cifra de 260 a 300 nuevos casos diarios desde principios de julio. Ante esta alza de contaminaciones, el poder ejecutivo ha prolongado y reforzado el estado de excepción. Las “detenciones” en cuarentena han sido prolongadas más allá del tiempo legal de 30 días. Centenares de contraventores al toque de queda han sido encarcelados o llevados en “centros de contención” por la policía o las fuerzas armadas. Hasta se reportaron graves incidentes por un uso desmesurado de la fuerza, de los cuales el homicidio por arma de fuego de una joven que contravenía a la orden de permanecer en casa por salir de compras.
Sin embargo, la “militarización” de las calles de El Salvador no ha sido la única consecuencia de la pandemia. También ésta ha favorecido la exacerbación de conflictos entre el nuevo presidente y las instituciones del país. Al conflicto inicial con los partidos de la Asamblea Legislativa se agregó una pugna entre la presidencia y la Corte suprema de justicia; el presidente Bukele negándose a acatar las resoluciones de la Sala de lo Constitucional llamando al ejecutivo a liberar inmediatamente los individuos detenidos y privados de libertad por el no respecto de la cuarentena. Además de que, desde el confinamiento, aumentaron peligrosamente los pronunciamientos y las amenazas del presidente en contra de varios periodistas y universitarios críticos de su gestión, así como la puesta de trabas al ejercicio de sus oficios.
Es decir cuánto la pandemia ha sido reveladora de la facilidad con la cual los actores políticos y ciertas instituciones del país son capaces de rehabilitar practicas autoritarias y una concepción del poder vertical que pensábamos pertenecían al pasado de la guerra. Sin embargo, la actitud del nuevo presidente no recuerda únicamente los tiempos de excepción que prevalecieron a lo largo de la década ochenta. También se acompaña de medidas de protección de los mas vulnerables, sea con la entrega de subsidios o amenazando las empresas que no respectarían los derechos de sus trabajadores. Con un toque de paternalismo y de clientelismo, el presidente Bukele se quiso presentar desde el comienzo de la pandemia como el hombre fuerte y protector, suerte de muralla entre el pueblo y el COVID-19 que cualquier crítica podría agrietar, sino derrumbar. ¿Cómo en ese sentido interpretar la celeridad y el celo con los cuales Nayib Bukele implemento las recomendaciones de confinamiento de la OMS? ¿Será que la pandemia es propensa al destape de las tentaciones populistas o que la actitud firme del presidente es una respuesta escenográfica a la pobreza real de los márgenes de acción del Estado salvadoreño? ¿Será el signo de una primera ruptura democrática desde el fin de la guerra o al contrario, una muestra de la continuidad de los habitus políticos salvadoreños, pero bajo piel nueva?
Una violencia a flor de piel
Sin duda ninguna El Salvador de la posguerra no ha dejado de conocer una forma de violencia generalizada. Las instituciones heredadas de los Acuerdos de paz de 1992 no se han despejado del todo de los años de autoritarismo e impunidad sobre los cuales se edificaron. Es el caso de la policía nacional civil o del ejército. Sin embrago, estas instituciones, mucho tiempo mostradas como un ejemplo de respeto de los derechos humanos en la región, han conocido un viraje desde el 2014 y el rompimiento de la Tregua, ese acuerdo secreto concluido entre 2011 y 2013 entre las dos principales pandillas del país, la Mara Salvatrucha 13 y el Barrio 18, con la participación activa del gobierno de Mauricio Funes. A raíz del fin de la tregua, estalló una ola de violencia que tomó como blanco principal a los agentes policiacos. De tal modo que la institución reaccionó brutalmente, registrándose un aumento significativo de denuncias por uso abusivo de la fuerza o violaciones de los derechos individuales.
En noviembre del 2019, en el marco del coloquio organizado por el CEMCA, América central 1979-2019: de la revolución sandinista a las caravanas de migrantes, el antropólogo salvadoreño Juan José Martinez había presentado sus últimos trabajos sobre “la Tregua” y las consecuencias de su rompimiento.
En un artículo del sitio InSight Crime publicado en agosto del 2017 e intitulado “Policías de El Salvador usaron WhatsApp y Facebook para organizar escuadrones de muerte”, el antropólogo entregaba los resultados de una investigación minuciosa mediante la cual se demostraba que agentes de la policía de El Salvador habían organizados escuadrones de la muerte, a la manera de los grupos paramilitares de los años 1980, para combatir de manera extrajudicial y expeditiva los miembros de las pandillas salvadoreñas, no sin equivocaciones y atropellos a los derechos elementales de la población.
Las ambigüedades de la clase política
Sin embargo, las pautas de autoritarismo que la pandemia desató en El Salvador no son el hecho exclusivo de una institución policiaca que radicalizo sus métodos de intervención en los últimos años. También se deben a la relación ambigua que la clase política entretiene con la violencia y un ejercicio vertical del poder. De hecho, el mismo Bukele llamo la policía y el ejercito a hacer respectar la cuarentena con firmeza, aunque ésta los lleve a usar de una fuerza indebida. «He dado instrucción al ministro de la defensa, al director de la Policía, al ministro de seguridad, dijó el presidente en cadena nacional, de que sean más duros con la gente en la calle…. No me va a importar ver en las redes sociales ‘ay, me decomisaron el carro’, ‘ay, me doblaron la muñeca’… eso es mucho menos a que se muera su familia o la familia de otro».
Manera de cubrir eventuales abusos para unos; “luz verde” para un uso autoritario la fuerza según otros, esta frase es reveladora de la relación ambigua de Bukele con la violencia y el respecto de los derechos individuales. No obstante, esa ambigüedad no es propia de Bukele. En un articulo de la revista TRACE (N°66, 2014), initulado Arena, FMLN y los sucesos del 5 de julio del 2006 en El Salvador: Violencia e imaginarios políticos, el sociólogo Ralph Sprenkels había demostrado, a través del caso Belloso – ese joven estudiante quien durante una protesta estudiantil había sacado un fusil y asesinado a dos policías – cuánto la violencia y su legitimidad impregnaba el imaginario político de la izquierda como de la derecha.
El juego político de Nayib Bukele
Pero la tela de fondo de la celeridad y la firmeza con las cuales el nuevo presidente Bukele implementó las medidas de confinamiento no pueden reducirse al enraizamiento de una cultura política que concede al Estado el papel de garante del orden social y de muralla contra el caos de la sociedad. Sino que el verticalismo de Bukele y su autoritarismo pueden ser vistos como una respuesta a las dificultades que encuentra actualmente sobre la escena política interna.
Recordemos que el nuevo presidente, proveniente de las filas del FMLN, disputó la candidatura a la presidencia por parte del partido de izquierda cuando aun era alcalde de San Salvador, oponiéndose directamente al comité central del FMLN. Como otros antes, fue excluido del partido, pero logró ganar la presidencia con el apoyo del pequeño partido de derecha, GANA, nacido de una escisión del partido ARENA. Por lo tanto, el presidente Bukele no dispone ni de mayoría en la Asamblea legislativa ni de capacidades reales de crear alianzas duraderas con el FMLN o el ARENA.
Entonces, las demostraciones de fuerza del presidente Bukele, su postura de hombre fuerte, pueden ser interpretados como un papel que se da para compensar los pocos márgenes de maniobra de los cuales dispone en la Asamblea. Así de los ataques contra los diputados del FMLN o de ARENA, quienes le negaban la posibilidad de contratar préstamos necesarios al lanzamiento de su política. Si Bukele se lanzó con tanto celo en la lucha contra el COVID es también que esa actitud le permitió solicitar préstamos por un monto global de un poco menos de 640 millones de dólares del Banco Interamericano de Desarrollo y el Fondo Monetario Internacional y así conseguir recursos que les permita negociar con los dos grandes partidos del país.
En este sentido, el estilo populista de Bukele debe ser entendido como una demostración de fuerza previa a cualquier negociación, acuerdo político o pacto partidario. Es que, como lo subrayo muy bien David Garibay en un articulo de la revista TRACE (N°48, 2005) intitulado Del conflicto interno a la polarización electoral. Diez años de elecciones en El Salvador (1994-2004), el sistema político salvadoreño se caracteriza por una extrema polarización y la primacía de los juegos partidarios sobre cualquier otra forma de política. Suerte de “partidocracia”, la escena política es relativamente cerrada por quien no dispone de los recursos del FMLN o de ARENA. Es decir que, si el nuevo presidente pretende imponerse en el juego partidario, tiene que demostrar cada día más sus capacidades de poder contra sus opositores, aunque éstas no sean nada más que golpes simbólicos para entablar negociaciones de “corredores”. De allí las demostraciones de autoritarismo, la dramaturgia del hombre fuerte y los ataques del presidente contra los partidos de la Asamblea.
El riesgo de la hubris
El problema de ese juego es el riesgo de caer en el exceso y la desmesura. ¿Hasta dónde usar de demostraciones de fuerza, por simbólicas que sean, sin pasarse de la raya? El peligro de la hubris, es aquello que rozó Bukele cuando hizo tomar la Asamblea legislativa por el ejército, antes de dramatizar su retractación de lo que daba a presentar como una tentativa de disolución del poder legislativo.
Pero el juego de Bukele contiene otro riesgo. A querer presentarse como el protector del pueblo contra los partidos, a querer encarnar él mismo el pueblo y sus voluntades, tiende a adoptar una posición “paternalista” de interprete de las voluntades del pueblo. Por lo tanto, llega hasta imponer su protección sobre las voluntades propias de los individuos, declarando en suma que tiene que imponer un confinamiento estricto para proteger la sociedad de ella misma. Peor aún, haciéndose el garante del bienestar social – “de la vida” como le gusta repetir – tiende a descualificar los demás que pretenden también dar cuenta o interpretar las voluntades del pueblo y las condiciones de su bienestar. Entre ellos se encuentran claramente los partidos, pero también y peligrosamente, los universitarios, los periodistas y la Corte suprema de justicia.
Si el estilo autoritario de Bukele es menos el producto de una “tentación populista” que los resultados de un juego de fuerzas cuyos limites quedan borrosos, el querer encarnar el pueblo y su voluntad comporta el riesgo de querer saltarse todos los contrapoderes en nombre de esa voluntad y su interpretación. Y de hecho, Bukele entró ya en conflicto con la Corte constitucional, cuyos magistrados le recordaron que la necesidad de protección de la población no se puede imponer a costa de sus libertades fundamentales. A lo cual Bukele respondió, para resumir, que asumiría haber violado los derechos de los individuos si eso los haya podido salvar de la pandemia.
Actitud de “sobrevuelo” que explica también sus conflictos con los universitarios y los periodistas. Porque cualquiera que se opone a su interpretación, que lo contradice, solo puede ser un opositor al bienestar del pueblo, atacándolo a él, su representante y protector.
En noviembre 2019, el periodista de El Faro, Carlos Martínez, había sido invitado por el CEMCA y la Embajada de Francia a compartir en el marco de los Jueves de Ciencia sobre el estado del periodismo de investigación en la región centroamericana. Nos había entonces explicado cuanto la postura beligerante del nuevo presidente en contra de los periodistas de El Faro anunciaba ya los augurios de una presidencia autoritaria. Desde entonces, y con la pandemia de coronavirus, las inquietudes del periodista se confirmaron. Y a medida que Bukele se encierra en un ejercicio solitario y belicoso del poder, sus ataques en contra del periódico de investigación o sus atropellos al ejercicio del periodismo han ido crescendo. Ataques que, bajo la pandemia, se han personificados al exceso. Es que la personificación del poder conlleva a una personificación de los conflictos. De allí los insultos crecientes, que Bukele lanza desde pocos meses en contra de periodistas, de profesores y de diputados específicos.
Dos artículos recientes resumen la creciente tensión del presidente con los contrapoderes del país. El primero, de Jaime Quintanilla, publicado en El Faro, se intitula “Gobiernos autoritarios o dictatoriales también tuvieron altos índices de opinión pública”; el segundo de Oscar Martínez, publicado en The New York Times, relata las inquietudes que provocan el verticalismo de Bukele, eso en un texto al titulo sobrio e inequívoco: “Bukele, el autoritario”.