Por Garance Robert
A mediados de septiembre de 2020, Guatemala registra más de 80,000 casos de infecciones de coronavirus y cerca de 3000 decesos, con una gran concentración de casos en la zona de la Ciudad de Guatemala, la capital, así como alrededor de la ciudad de Antigua, las dos zonas que reúnen la mayor densidad de población del país. A principios de marzo, el gobierno del nuevo presidente Alejandro Giamattei, quien fue elegido en agosto de 2019 y entró en funciones en enero de este año, parecía estar reaccionando rápidamente a la amenaza sanitaria al establecer un “estado de calamidad” a partir del 9 de marzo. El anuncio oficial del primer enfermo de covid-19 tuvo lugar el 13 de marzo siguiente. Se aplicaron fuertes restricciones y el 23 de marzo el gobierno decretó un toque de queda para todo el territorio, de las 16 horas a las 4 de la mañana, así como la prohibición casi total de viajar de un departamento a otro. Previstas inicialmente para una semana, estas medidas finalmente se mantuvieron hasta fines del mes de julio, pasando por distintas etapas de endurecimiento y flexibilidad. Desde agosto, el país vuelve a activar progresivamente sus actividades económicas y servicios públicos –en especial el transporte– e intenta regresar a una forma de “normalidad”, a pesar de que se mantienen el estado de calamidad y muchas reglas restrictivas. El nivel de aprobación de las acciones del gobierno por parte de la población está en descenso constante, con menos del 40% de opinión positiva en contraste con más del 80% en abril pasado.
Como es el caso en muchos países latinoamericanos y en el mundo –incluidos los países supuestamente “desarrollados”–, la pandemia de covid-19 en Guatemala ante todo dejó al descubierto de manera patente las profundas fallas del sistema público de salud. En una primera etapa, la mayoría de los hospitales del país atravesó por una grave carencia de material, sobre todo de equipo de protección (cubrebocas, caretas y batas), o se tuvo acceso a artículos no eficaces (caducos o en mal estado, en especial con la presencia de moho en algunos cubrebocas distribuidos al principio de la crisis). Aumentó entonces la exposición de los trabajadores al riesgo de contaminación, y el número de muertes de profesionales de la salud en Guatemala ahora es el más elevado de Centroamérica, con el deceso de por lo menos 82 médicos por secuelas del covid-19 al 8 de septiembre de 2020. Además, muchos han denunciado retrasos (de hasta tres meses) en el pago de sus salarios, así como la pésima calidad de los alimentos distribuidos para ellos y para los enfermos (también se encontró moho en algunos platillos preparados). Asimismo, se criticó la falta de diversidad en las posibilidades de tratamiento de los pacientes, a quienes durante mucho tiempo sólo se administró tabletas de paracetamol. A todo esto, se añadieron las dificultades ligadas a la escasez de personal, lo cual obligó a los trabajadores de la salud a efectuar innumerables horas extras, cuando ya ejercen oficios de por sí exigentes en términos de horas consecutivas y de fatiga física y psicológica.
Si bien, la situación parece estabilizarse a partir del mes de julio, durante los meses de abril, mayo y junio se llevaron a cabo diversas acciones de protesta contra el gobierno por parte del personal médico. Fue el caso, por ejemplo, en un hospital provisional con muy pocos medios y reservado para los “pacientes covid” instalado en el Parque de la Industria, en el corazón de la capital, o también con la marcha del 6 de agosto que terminó en la ocupación temporal del Ministerio de Salud. Distintos grupos (agrupamientos específicos de médicos, el Colegio de Farmacéutica y Productos Químicos de Guatemala o también el sindicato de trabajadores del Instituto Guatemalteco del Seguro Social) dirigieron al gobierno muchas peticiones que quedaron sin respuesta. Asimismo, se presentaron muchas quejas en la oficina del Procurador de Derechos Humanos, quien asumió la misión de investigar formalmente la gestión de la pandemia por parte del gobierno. Al final del mes de junio fue destituido el ministro de Salud, Hugo Monroy, fuertemente criticado por la falta de transparencia de su actuación frente a la crisis sanitaria. Proveniente del sector privado, su falta de experiencia en el campo de la salud, su incapacidad manifiesta para manejar la crisis y las acusaciones de corrupción que pesan sobre él han despertado fuertes sospechas de nepotismo para explicar su nombramiento.
Más aún que la enfermedad en sí, las medidas de confinamiento han acentuado la amplitud de las desigualdades sociales y de género. Al igual que en el resto del mundo, las mujeres guatemaltecas en especial han sufrido los efectos de la pandemia y de las restricciones que han derivado de ella. La violencia y las violaciones se han multiplicado debido al encierro, y ha aumentado mucho la carga de trabajo doméstico. También se ha ahondado el abismo entre las categorías sociales: por una parte, las clases medias y acomodadas –que han tenido la posibilidad de suspender sus actividades profesionales con el fin de aislarse, o proseguir su trabajo a distancia– y, por otra parte, el resto de la población, que depende de un ingreso cotidiano que necesariamente debe conseguirse fuera del domicilio. En un país en que la economía informal representa una parte importante de la economía total (estimada en alrededor del 30% del PIB), poder confinarse parece entonces más un lujo que un respeto a las normas. Desde la primera semana de implementación de las reglas de cuarentena, muchas zonas urbanas pauperizadas y algunas zonas rurales ya se enfrentaban a la escasez alimentaria. Asimismo, la aplicación del toque de queda mostró que el peso de los militares en la vida política y cotidiana de los guatemaltecos distaba de ser cosa del pasado, ya que fueron movilizados en gran medida durante toda la época en que se impuso el toque de queda. En ciertos municipios (El Estor, Morales y Livingston en el departamento de Izabal; Panzós y Santa Catarina la Tinta en la región de Alta Verapaz), desde julio el “estado de calamidad” se conjuga con el establecimiento de un “estado de sitio”, bajo el disfraz de la lucha contra el narcotráfico, mientras que muchas organizaciones locales rechazan la necesidad de tal decisión. Todo esto hace temer una escalada hacia la militarización de esas zonas, pobladas en su mayoría por comunidades indígenas y donde están particularmente activas las luchas sociales y políticas ligadas al extractivismo.
Las poblaciones indígenas representan una parte muy importante de la población total de Guatemala, aun cuando las insuficiencias en los censos no permiten tener una idea precisa de su cantidad actual. No obstante, el gobierno no ha establecido ninguna estrategia específica en términos de prevención o de tratamiento del covid-19 respecto de los habitantes de las comunidades más alejadas. En esos territorios, principalmente las personas que han viajado fuera del país con la esperanza de satisfacer las necesidades de sus familias y que luego fueron expulsadas, ya de regreso en Guatemala, han constituido los vectores más importantes de la propagación del virus: a modo de ejemplo, el 14 de abril, casi el 75% de los pasajeros deportados en un vuelo chárter proveniente de Estados Unidos fueron diagnosticados como positivos al coronavirus. Si bien el flujo de las remesas, contra toda expectativa, está lejos de haber disminuido, será difícil que los guatemaltecos que viven en el extranjero, y sobre todo en Estados Unidos, mantengan este nivel a largo plazo. Las medidas de emergencia establecidas por el gobierno fueron impuestas sin ninguna consulta previa a las comunidades en las que éstas debían aplicarse, sin tomar en cuenta las prácticas y dinámicas sociales y comerciales de los habitantes, y sin apoyarse en la organización local de esos grupos. Con frecuencia se prohibió salir para ir a trabajar, lo cual provocó la pérdida de empleos y de ingresos regulares para muchas familias. Se limitaron los horarios de los mercados campesinos y populares –aunque generalmente están al aire libre–, mientras que los supermercados funcionaron como de costumbre. Algunas comunidades en el medio rural padecen particularmente del problema de la malnutrición, en especial las que se ubican en el “corredor seco”, ahí también mayoritariamente indígenas. Por último, la crisis se suma a una situación sanitaria ya frágil debido a las numerosas enfermedades que transmiten los mosquitos en la temporada de lluvias.
Los trabajadores agrícolas vieron disminuir drásticamente sus oportunidades de trabajo debido a las restricciones de movilidad; sin embargo, no se obligó a las grandes empresas, muchas de ellas multinacionales, a interrumpir sus actividades. Los proyectos de extracción minera, la construcción de centrales hidroeléctricas o la instalación de torres eléctricas de alta tensión, las plantaciones de monocultivos para aceite de palma o caña de azúcar, así como las obras situadas en el corredor interoceánico siguieron funcionando a pleno rendimiento. Algunas de estas compañías no tienen permiso vigente o son objeto de sanciones judiciales, como es el caso de la mina de níquel CGN Pronico ubicada en El Estor, Izabal. Las distintas acciones de los defensores de derechos con frecuencia han provocado detenciones por las restricciones de movilidad, a la vez que se multiplicaron los actos de intimidación, amenazas y coerción contra los dirigentes, las autoridades indígenas y comunitarias, así como contra diversas organizaciones campesinas, militantes sociales e incluso periodistas. Aun cuando el gobierno ha establecido una decena de programas de asistencia, su puesta en práctica parece dejar mucho que desear. Por ejemplo, el Bono Familia, destinado originalmente a las familias más vulnerables y del que se habrían beneficiado más de 2.5 millones de hogares, fue objeto de fuertes críticas. La falta de difusión y de claridad de la información relativa a las condiciones y al proceso a seguir impidió que una gran cantidad de individuos presentara la solicitud. Además, los procedimientos se realizaban necesariamente por medios digitales (teléfono o internet), cuando las personas más vulnerables son también las más afectadas por la brecha digital.
Sin embargo, a pesar de un balance global poco optimista, la crisis del covid-19 ha mostrado que los distintos grupos afectados por la crisis y por las respuestas frecuentemente represivas e indiferenciadas del gobierno no permanecieron inactivos frente a la situación. Algunos grupos han exhibido gran resiliencia y una sólida capacidad de organización, empezando por los miembros de las comunidades indígenas. De hecho, se reforzaron las iniciativas de solidaridad y las nuevas formas de apoyo, como, por ejemplo, el acopio de alimentos para ayudar a las familias o a las comunidades en cuarentena, el autocontrol colectivo para que la pandemia no infectara a los miembros de las comunidades o también el papel que han desempeñado algunas autoridades comunitarias, que tuvieron la capacidad de poner en práctica medidas específicas para cuidar la vida y la salud de la gente. Los defensores de derechos no han cesado en su trabajo de denuncia, de información y de lucha. Así, la pandemia en muchas ocasiones ha fortalecido el sentido de la importancia de la organización local, el manejo independiente de la información, el retorno a las medidas tradicionales de preservación de la salud colectiva, así como la autosuficiencia alimentaria. Las acciones de los dirigentes han sido documentadas en detalle, desmenuzadas y con frecuencia criticadas en los medios, aun cuando algunos periodistas a veces hayan asumido el costo. Los medios comunitarios (prensa, sitios de información en internet, radio…) no han dejado de seguir informando sobre la evolución de los acontecimientos en los territorios más recónditos. Por último, han surgido iniciativas de ayuda de emergencia para paliar la inseguridad alimentaria. Por ejemplo, en el centro histórico de la Ciudad de Guatemala, la organización “La olla comunitaria” distribuyó, a partir del 7 de abril, más de 100,000 comidas durante cerca de 200 días consecutivos. Sin embargo, acaba de finalizar sus actividades porque la reactivación económica disminuye la disponibilidad de los voluntarios, pero sus miembros señalan que el problema del hambre está lejos de haberse resuelto en el país.
Este breve panorama de la situación de la pandemia del coronavirus en Guatemala nos lleva a formular tres comentarios. En primer lugar, desde luego, la crisis ha subrayado, e incluso acentuado, tanto la debilidad de las instituciones como la falta de transparencia y de eficacia de la gestión gubernamental por parte del Estado. El autoritarismo y la arbitrariedad de algunas medidas de ninguna manera lograron frenar sostenidamente la epidemia, al contrario de lo que se ha podido leer en ocasiones, sobre todo en relación con China, acerca de las ventajas de los contextos autoritarios para frenar el contagio. En segundo lugar, conviene recordar el dinamismo de muchos grupos de la “sociedad civil”: asociaciones profesionales como los sindicatos y comités de los grupos de trabajadores de la salud; comunidades organizadas que critican la gestión y las medidas establecidas por el Estado y a la vez exigen su ayuda, pero que también se organizan para remediar esas carencias; o bien iniciativas de solidaridad ciudadana de emergencia. Por último, aun cuando exponen las fallas del Estado, estas actitudes convergen en que reivindican los derechos –a la salud, la información, un nivel de vida digno, la participación, un trato equitativo de todos los ciudadanos, entre otros– ya sean políticos, económicos o sociales. ¿No se podría entonces ver ahí el indicio de una difusión cada vez más amplia de la idea del “derecho a tener derechos”? Lo cierto es que, si bien estos actores están en condiciones de ejercer sus derechos, el estado guatemalteco y sus dirigentes no logran garantizarlos, de seguro debido a cierta debilidad estructural pero también por una falta crucial de voluntad política.